Desde la toma de la Bastilla a la revolución del software tecnotrónico media una época donde la revolución ha sido el eje de las energías sociales y la suprema síntesis de una visión del mundo. El autor de la nota inscribe en este marco las desventuras y convulsiones de la trayectoria argentina y nuestras perplejidades generacionales frente al prodigioso cambio de sociedad con que amenazan los profetas del posindustrialismo. Más que haber caducado, la revolución parece seguir en el orden del día con nuevos significados que exigen –una vez más– encontrar nuestra propia acepción desde la periferia de la historia.
Somos contemporáneos de la revolución. Amigos o enemigos, partidarios o no, críticos, militantes u observadores, casi nunca indiferentes. Nuestro universo político, la conciencia histórica occidental, la cultura que nos explica, están atravesados por la idea dominante de la revolución: la vuelta del eje, la abolición de una era y la fundación de otra realidad donde nada volverá a ser como antes.
La revolución de Estado, la gran insurrección triunfante, es la marca de nacimiento del mundo moderno. Lo es también de nuestro sueño irrenunciable de construir una nación a lo largo de todo el sur de América. Un momento histórico cumplido, cristalizado en efemérides, para la mentalidad conservadora. Un desafío pendiente, memoria viva, desde el pensamiento inconformista. Fue el modelo de acción política para abatir un régimen caduco, irreductible al cambio, la discusión de fondo es si en otra época o situación –la nuestra, por ejemplo– se reiteran esas condiciones.
Es posible llamar revolución política a cualquier episodio de asalto al poder. Pero la revolución social se concibe, sobre todo, como una profunda transformación cultural y económica. Esta mudanza integral de las relaciones de propiedad, formas productivas, régimen legal, clases dominantes, valores, creencias, organización de gobierno, ha de ser forzosamente un proceso. La conquista de la cúpula del Estado, con ser decisiva, no agota el problema. La teoría de la "revolución permanente" de Trotsky reclamaba, a partir de la toma del poder, una dinámica ininterrumpida de cambios. Perón hablaba de la revolución como resultado de un curso evolutivo, y cifraba su proyecto revolucionario en un conjunto de reformas incruentas1. Se trata, en definitiva, de la idea de una aceleración del progreso histórico, que es posible o necesario forzar en alguna medida.
Una tercera acepción del fenómeno se centra en la revolución técnica, el salto cualitativo en la esfera de la producción o el trabajo humano, causa de otras mutaciones en la sociedad y el Estado. Así como la primera revolución industrial abrió las puertas al capitalismo liberal (y al "socialismo real"), la actual revolución tecnológica anuncia la era posindustrial. He aquí un tema insistente en el debate y la literatura política, que tiende en cierto modo a eclipsar los anteriores enfoques. ¿Una forma de evadirlos, o una profundización de los dilemas?
El inventario de otras así llamadas "revoluciones" de que se habla hoy día, se refiere a diversos ámbitos sociales, la vida cotidiana, las ciencias, la educación, la sexualidad, etc., lo cual podría resumirse en la expresión "revolución cultural". Generalmente se alude así a problemas entrelazados con la mutación tecnológica, que sería su condición o factor determinante. ¿Es esa terminología algo más que una moda intelectual? ¿Es esta nueva épica intersticial el camino de la vieja y gran revolución?
Siguiendo el planteo esbozado, parece evidente que no sería posible pensar nuestro presente sin la idea de revolución (de alguna de ellas) y que, a la vez, ejercitar una reflexión sobre el asunto puede aclararnos ciertas opciones actuales para quienes venimos de la "cultura de la revolución".
Una historia en pie de guerra
La cultura (incultura, para algunos) política argentina se fundó, obviamente en la revolución burguesa mundial, en tanto nuestra causa de la independencia fue proyección de aquélla. Pero la particularidad de la situación colonial, la tremenda violencia latente en la sociedad estratificada por castas raciales, sus contradicciones regionales y sociales, convirtieron el espíritu insurgente inicial en una caldera explosiva. La guerra de la independencia se prolongó en las guerras internas entre federales y unitarios; en ellas, los diversos sectores que aspiraban a usufructuar el nuevo poder estatal, dirimieron sus oposiciones movilizando la furia de las masas defraudadas por las promesas incumplidas de la revolución. La rebelión, la represión y la violencia fueron los cánones para resolver los conflictos internos, con la lógica despiadada de la guerra.
La República constitucional –y la integración de la provincia bonaerense a la misma, en las condiciones de preeminencia que imponía el proyecto de integración al mercado mundial capitalista– fue el desenlace de las guerras que culminaron en Caseros, Cepeda y Pavón. La capitalización de Buenos Aires, que coronó la "organización nacional" en 1880, exigió a su vez aplastar la sublevación mitrista.
De la frustrada "revolución del 90" emergió el radicalismo, que forzó al régimen a dar elecciones limpias mediante la práctica reiterada de la conspiración y el golpe cívico–militar. El golpismo no se inventó precisamente en 1930, aunque sea verdad que allí comenzó un ciclo recurrente de intervenciones militares2. Por otra parte, la década peronista fue algo (mucho) más que un intervalo entre los golpes de 1943 y 1955. Fue una revolución, en el sentido (limitado, ciertamente) que le asignó Perón, constreñida por las circunstancias de un país atrasado y periférico. Tan trascendente, no obstante, como para transformar la situación relativa de las clases, cambiar la inserción del Estado en la economía, consumar un ciclo de industrialización y modernizar la legislación, la tecnología y la conciencia social.
El resto es historia conocida y vivida por los argentinos de hoy: el acoso del poder gubernamental por la conspiración permanente y la sedición institucionalizada, que desvirtuó la credibilidad del sistema republicano. Ello generó a la vez, como réplica, el insurreccionalismo y el foquismo revolucionario. Réplica quiere decir respuesta, y también copia.
El modelo del golpe cívico–militar se fue "perfeccionando", y condujo a una profesionalización del método: las FF.AA. lograron ya en 1966 y 1976 dar el golpe como institución, manteniendo la "cadena de mandos naturales". Onganía pretendió presidir nada menos que la "Revolución Argentina", Videla & Cía. ya no podían seguir con la parodia "revolucionaria", y se sinceraron autodesignándose "proceso" de reorganización nacional. Por su lado, la pueblada y la insurrección produjeron también su especialización profesional, cuando las organizaciones guerrilleras formaron sus aparatos celulares militarizados. Se subordinan o minimizan así los recursos civiles y las apelaciones al pueblo. Es, a fin de cuentas, el modelo de la guerra. Se retrotrae simbólicamente la política a las gestas sangrientas del pasado, como un eco patético, a veces caricaturesco. El ERP reivindica en sus manuales la estrategia de San Martín y la guerra de zapa. Los montoneros se proclaman epígonos de los últimos combatientes federales. En la "guerra sucia" para batirlos, los militares reivindican los galones de la "represión civilizadora", ganados exterminando a los bárbaros de las pampas del siglo pasado.
La revolución indeseable
Haciendo una retrospectiva de corto plazo –una segmentación arbitraria de la historia, que se usa con alegre frecuencia–, parece absurdo que la utopía revolucionaria de horizonte socialista haya prendido tan hondo en Argentina (y Latinoamérica) en los años 60, que resultaban ser los más prósperos y brillantes en mucho tiempo, particularmente en lo económico y cultural. Esto tiene sin embargo su lógica: cuando aquel momento ascendente abrió expectativas de cambio, removió anteriores inhibiciones y otorgó un espacio social a los jóvenes, se encendió la rebelión colectiva contra la vergüenza de un régimen de dependencia y desigualdad, viciado en el plano político por la exclusión de las mayorías.
Otra aparente paradoja es que hoy, cuando el sistema económico evidencia toda su corrupción, su esencial obsolescencia en aspectos centrales, cuando nos agobia una profunda frustración cultural, no sólo ello no provoca el estado de ánimo revolucionario, sino que prevalece una actitud prudente, conservadora, o cuanto más reformista. También tiene explicación lógica: el Proceso, que arrasó toda efervescencia revolucionaria, ha suscitado por contrapartida una nueva credibilidad del modelo constitucional, como alternativa de vida o muerte a la dictadura3.
El Proceso derrotó la revolución haciendo desaparecer a los revolucionarios (y a cualquier sospechoso de llegar a serlo). Pero también la desacreditaron los métodos terroristas de las organizaciones armadas (¿cuántos de los que sobrevivimos al terrorismo de Estado nos preguntamos alguna vez qué trato hubiéramos recibido de los jefes de la guerrilla en el supuesto de que tomaran el poder?) La experiencia reciente de ese poder total orwelliano, fue un exponente aleccionador de la perversión y locura que puede generar la autoridad omnímoda, producto casi inevitable de la imposición armada de un "gobierno". Hemos conocido de cerca la cara bestial, desnuda, de la dictadura más atroz que pueda imaginarse (tan cruel como el nazismo, mucho más hipócrita). ¿Quién quiere oír hablar hoy de "dictadura del proletariado" o de cualquier clase que sea?
Sería lamentable escribir frase alguna que pudiera ser suscripta por los ideólogos de la guerra sucia, o por esos impolutos demócratas que se lavan las manos condenando demasiado fácilmente las "violencias simétricas". Pero hay que decir que este pueblo ya no puede soportar el discurso mesiánico de la derecha ni de la izquierda. Si la revolución ha de ser un gobierno de fuerza, si ha de implicar de algún modo el incremento de la coacción estatal sobre la gente, ya no es deseable aquí y ahora.
La primera obvia constatación de sentido común, indica que en este país, convaleciente de la violencia y la dictadura, la revolución política –en su variante insurreccional y en la otra, más o menos duradera– no sólo es inviable sino francamente indeseable.
La revolución soft
Entonces, aparece en escena la nueva profecía: pisamos el umbral de otra era, que traen de la mano los ordenadores y la informática. Mirémonos en el espejo del mundo desarrollado, que prefigura (?) nuestro destino. Europa, EE.UU., Japón, ya están de vuelta de la sociedad industrial (la URSS, quizá, también). La época de la revolución política se ha cerrado. Los cambios son ahora procesados por el sistema democrático parlamentario (o por la "democracia popular"), y todo brote revolucionario interno que no encaje en esa institucionalidad es aplastado. Paralelamente, se ejerce una contundente policía externa contra cualquier intento revolucionario en otros países que pretendan salirse de órbita (Nicaragua, Polonia, etc.). No es pequeña la paradoja de estas potencias, impidiendo hacer a los demás lo que ellas hicieron; nadie parece demasiado perplejo por ello.
(sigue en la edición de mañana)