Los defensores del golpe de Estado de 1976 -hoy afortunadamente pocos, en su momento bastantes- suelen afirmar que las FF.AA. respondieron al ataque de las organizaciones armadas de izquierda, y que por ello lo suyo habría sido una especie de respuesta, algo así como apelar a la legítima defensa.
Alguien puede creer en ello de buena fe, pero no quienes saben un mínimo de historia. La anormalidad institucional por golpes de Estado se impuso desde 1930 en la Argentina. Hacia 1969 (momento de la insurrección popular conocida como Cordobazo), hacía 17 años que no había elecciones libres y sin procripciones. Onganía pretendía quedarse 20 años en el gobierno como un emperador; el peronismo no podía participar de elecciones, y pasábamos de presidentes débiles aunque progresistas como Illia -a quien echaron las FF.AA.- a dictadores que cerraban toda posibilidad de demanda política. Con todos los derechos de ciudadanía y muchos de los civiles anulados, es lógico que la lucha política se hubiera desplazado hacia la violencia, único modo de responder al Estado represor. Decía Perón entonces que "la violencia de arriba genera la violencia de abajo".
De modo que la liquidación de nuestras instituciones fue impuesta desde el stablishment por muchos previos golpes de Estado, de ninguna manera por los jóvenes de los años setenta.
Lo cierto es que de tanto hablar del terrorismo de Estado, con los años se ha perdido la dimensión de su enorme excepcionalidad. Es banalizar el terror decir -como muchos teatralizan cuando les conviene- "esto se parece a la dictadura". No; ninguna situación democrática (ni la peor) se parece a la dictadura. Ninguna, y de ninguna manera.
Porque no se trataba de actos aislados de represión. Se trataba de una máquina totalitaria de persecusión generalizada, de un gran mecanismo unitario de terror, de ejercicio de la censura sobre todos los medios de comunicación y puesta del conjunto de las fuerzas armadas, policiales y de seguridad a funcionar en el uso de las herramientas legales y el de todos los mecanismos paralegales, ilegales y encubiertos de ataque a los movimientos y organizaciones populares.
Rastrillos, retenes, uso de la delación, campos de concentración, secuestros clandestinos, torturas, uso de listas de perseguidos en todas las instituciones del Estado...miles y miles de desaparecidos y también de lisa y llanamente asesinados, de presos "blanqueados" -sólo los que venían de antes de la dictadura, que no se salvaron de diversos tormentos-, exilados internos que vivieron años de transhumancia con el corazón en la boca, exilados fuera del país sufriendo la angustia y la pérdida de territorios y afectos, miles y miles de expulsados de sus trabajos, de echados de las universidades como estudiantes, carreras y Facultades cerradas, libros quemados, sacerdotes progresistas asesinados, infiltración en las organizaciones de familiares... Una pesadilla minuciosamente pautada y definidamente horrible.
Por todo ello, es una trivialización del espanto la de comparar condiciones democráticas con las del terrorismo de Estado. La excepcionalidad de la dictadura debe ser subrayada. Por algo los organismos de derechos humanos han puesto en la dictadura su acento; violaciones a los derechos humanos las hay en la mejor de las sociedades de manera aislada, y se debe combatirlas. Pero la situación de la dictadura fue de violación permanente, masiva e indiscriminada. Es algo muy diferente.
Por ello son disonantes los discursos que pretenden homologar la cuestión de inseguridad a la de defensa de derechos humanos violados en dictadura. Ese discurso de derecha (al que alguna izquierda parece querer subirse) sobrevoló Mendoza en las últimas semanas. Pero así como algunos dicen "dónde estaban los grupos de DD.HH. cuando las marchas por seguridad", hay que preguntarse dónde estaban los participantes de las marchas por seguridad cuando los organismos marcharon en la ciudad este 24 de marzo. Quienes reivindican la seguridad piden para ellos una solidaridad que ellos no muestran para con otros.
También hay un discurso de izquierdas minoritarias que pretende que los organismos de derechos humanos no se ocupan suficientemente del presente. Ello ha recibido respuestas: tanto en los discursos hechos en Mendoza y Bs.Aires (donde hay varias referencias al presente), como en el apoyo masivo a las manifestaciones donde los organismos -a los que se pretende desprestigiar- fueron los máximos convocantes.
Ocuparse del presente, por supuesto. Pero hay mucho más por hacer respecto de aquel pasado aciago. Y sin perder la mira de que este presente no es continuidad homogénea de ese pasado, asumiendo que cualquier comparación simplificada con él se basa o en la ignorancia flagrante (propia de muchos jóvenes que no vivieron la dictadura), o en la mala fe política, que busca usar una fecha luctuosa como el 24 de marzo con fines de mezquindad sectorial.