Debido a la crisis terminal de la dictadura tras la derrota de Malvinas, había elegido esa ocasión para deshacerse de agendas y documentos que podrían relacionar su nombre con desagradables episodios del pasado reciente.
Ocurrió de madrugada, a fines de 1982, en el edificio de la calle Luis María Campos 1248, del barrio de Palermo. Primero, un crujido leve, casi inaudible, rasguñó el silencio que flotaba en el palier del cuarto piso; luego, a hurtadillas, una silueta con dos enormes bolsas de consorcio fue hacia el habitáculo de la basura, antes de regresar en puntas de pie a su departamento. Al cerrarse, la puerta otra vez crujió.
Pocos allí sabían que aquel hombre era un alto oficial del Ejército. Es que el coronel Jorge Eugenio O’Higgins había hecho del secreto la razón de su vida. Tanto es así que él, debido a la crisis terminal de la dictadura tras la derrota de Malvinas, había elegido esa ocasión para deshacerse de agendas y documentos que podrían relacionar su nombre con desagradables episodios del pasado reciente. Sin embargo, no llegó a suponer que alguien lo observaba.
En este punto, bien vale evocar una añeja historia sucedida el 23 de mayo de 1945 en las afueras de la ciudad alemana de Bremen.
Hitler ya estaba muerto. Berlín había caído en manos del Ejército Rojo. Y allí, en un campo devastado por los bombardeos, una cantidad imprecisa de ex soldados del Reich formaba fila ante un puesto británico de control. Casi todos lucían agotados y harapientos. Menos uno; un individuo con el uniforme de la Geheime Feldpolizei, el cuerpo de vigilancia rural del régimen nazi, cuya tela gris hasta parecía recién planchada. Toda su presencia en un sitio así resultaba algo incongruente; en especial, la expresión de altivez que irradiaba su rostro, atravesado por un parche sobre el ojo derecho. Lo cierto es que los papeles del sargento Heinrich Hitzinger estaban en orden. Muy en orden. Fue ese detalle, precisamente, lo que le llamó la atención a un guardia aliado. No sólo a él sino a los otros alemanes, la mayoría indocumentados. Es que el tal Hitzinger había cometido el grave error de la obviedad. En resumidas cuentas, tras ser llevado a una base de inteligencia en Lüneburg, se lo obligó a remplazar el parche por unas gafas sin marco; entonces se produjo la metamorfosis: Hitzinger era en realidad el Reichsführer de las SS, Heinrich Himmler. No tuvo tiempo para ser juzgado: en ese instante, mordió cianuro.
El coronel O’Higgins también incurrió en el error de la obviedad.
En aquella madrugada de 1982, un vecino lo espió por la mirilla, tal vez sólo por la curiosidad que sentía hacia ese sujeto torvo, cuyo rostro –al igual que el de Himmler– irradiaba una vidriosa altivez. Y no dudó en apropiarse, también a hurtadillas, de las bolsas dejadas por el militar. Al revisarlas, su sorpresa fue mayúscula: además de partes de inteligencia y otros papeles con sello de “no difundir”, halló cuatro cartas escritas entre 1967 y 1968 nada menos que por Juan Domingo Perón al mayor Bernardo Alberte. También había una misiva suya, fechada el 24 de marzo de 1976; su destinatario: el general Jorge Rafael Videla. Todo indica que algo impidió su envío.
¿Es posible que el vecino de O’Higgins supiera que el mayor Alberte había sido, primero, edecán del General y, luego –durante la dictadura de Onganía–, su delegado personal? Quizás no. Es que Alberte era un cultivador nato del bajo perfil. Como tal, fue una figura clave de la Resistencia Peronista y, ya en la década del setenta, un eficaz nexo entre el viejo líder y la juventud. Ello le valió ser perseguido por la Triple A; su nombre compartía los listados de esa organización con Julio Troxler, Rodolfo Ortega Peña y el padre Carlos Mugica. Sus antiguos camaradas de armas también se la tenían jurada. De hecho, tres días antes del golpe, un grupo de civiles armados intentó secuestrarlo en su oficina de la calle Rivadavia al 700, ocasión en la que fue asesinado el joven militante Máximo Altieri. Tal acontecimiento motivó su carta a Videla. Carta que –como ya se ha dicho– jamás fue enviada.
Es que a las 2:30 de aquel fatídico miércoles, 14 vehículos no identificables rodearon su departamento, en la Avenida del Libertador al 1100. Los intrusos fueron expeditivos: Alberte fue arrojado al vacío desde el sexto piso. Así fue como se convirtió en la primera víctima de la flamante dictadura.
Ahora se sabe que O’Higgins encabezaba la patota.
En esos días, era teniente coronel y tenía por delante un promisorio futuro como ladero del general Carlos Alberto Martínez, quien estaba al frente de la Jefatura II de Inteligencia del Ejército, del cual dependía el Batallón 601. Martínez –un egresado de la Escuela de las Américas– integraba la mesa chica de Videla. Este le confió una misión crucial: diseñar el esquema del terrorismo de Estado. Martínez cumplió, con O’Higgins como ayudante de campo. Los dos serían recompensados. El primero, con la titularidad de la SIDE; el otro, con una suma de destinos glamorosos: jefe del Regimiento de Junín de los Andes, observador en Medio Oriente y agregado militar en Honduras, durante la participación del Batallón 601 en las guerras de América Central.
En tales circunstancias, durante una breve estadía en Buenos Aires, decidió desprenderse de sus recuerdos. Poco después fue ascendido a general.
Tres décadas más tarde, con aquellos souvenirs ya convertidos en pruebas irrefutables, O’Higgins languidece tras las rejas.
La obviedad –como a Himmler– le había jugado una mala pasada.
(Diario Tiempo Argentino, sábado 23 de junio de 2012)