Arturo Jauretche nació el 13 de noviembre de 1901 en Lincoln, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, pequeña comunidad rural en la que criollos e inmigrantes convivían sin problemas. Hijo de vasco francés y madre española de origen vasco, creció en una familia de clase media y en un ambiente políticamente conservador, marcado por la militancia de su padre en el Partido Conservador. En él Jauretche hizo sus primeras armas, pero su participación en el movimiento estudiantil lo puso en contacto con Irigoyen en una reunión con los estudiantes reformistas.
Ese encuentro, un 12 de septiembre de 1919, lo marcó definitivamente en sus actitudes políticas. En 1920 se trasladó a Buenos Aires y continuó sus estudios, en medio de la pobreza y el cambio de posiciones ideológicas, hasta conseguir el título de abogado.
En la década del ‘30 se define su activismo político, participando en luchas y conspiraciones a favor del radicalismo, como en Paso de los Libres (1933). Aspirando a ser una revolución extendida a todo el país, con compromiso de civiles y militares y bajo el lema “por la soberanía popular que es la libertad de la patria”, la patriada terminó en un fracaso, que llevó a Jauretche a la prisión y le inspiró un poema que narra la experiencia revolucionaria.
Esa militancia cobró forma y fuerza por su participación en FORJA -Fuerza Orientación Radical de la Joven Argentina- (19 de junio de 1935), surgida como una fuerza política de sustitución ante la evidencia de que el radicalismo había dejado de ser una fuerza de cambio nacional a la muerte de Irigoyen. Con el advenimiento del peronismo, FORJA fue disuelta el 24 de febrero de 1946, por considerar que Perón había inaugurado una política nacional y de recuperación de la soberanía contra el capitalismo extranjero, que eran las banderas de la organización. Jauretche valoró la experiencia peronista positivamente, a pesar de ciertas disidencias con Perón.
Durante el gobierno peronista fue Director del Banco de la Provincia de Buenos Aires (1946-1950), desde donde promovió una política de apoyo a la empresa nacional. Renunció en 1950 por disidencias con el nuevo equipo económico de Perón y se retiró a la vida privada. Tuvo intensa participación en la lucha de la resistencia peronista después del golpe militar que derrocó a Perón en 1955, con el propósito de que la derrota política de las masas no se convirtiera en una derrota ideológica.
Fue en esa etapa que aparecieron sus libros, como expresión más acabada de un pensamiento que se había perfilado en la década del ‘30 en artículos aparecidos en revistas, semanarios y periódicos, la mayoría de escasa tirada y corta vida.
Fueron 12 obras que se sucedieron desde 1955, año en que apareció El Plan Prebisch. Retorno al coloniaje, hasta 1972, cuando publicó De memoria. Pantalones cortos. Los profetas del odio (1957), Ejército y Política. La patria grande y la patria chica (1958), Política Nacional y revisionismo histórico (1959), Prosas de hacha y tiza (1960), FORJA y la Década Infame (1962), Filo, contrafilo y punta (1964), El medio pelo de la sociedad argentina (1966), Los profetas del odio y la yapa (1967) y su Manual de zonceras argentinas (1972), pueden ser considerados como un único libro, pues el mensaje se repitió en ellos en forma reiterada.
En 1961 se presentó como candidato, pero Perón le negó su apoyo desde el exilio y el resultado fue una abrumadora derrota electoral. Continuó su lucha con la pluma y manteniendo su fe en que las bases del país estaban intactas, pese a los vaivenes políticos que se sucedieron. Jauretche se vio en la necesidad de reubicar su lucha en nuevas realidades, en particular la radicalización política de los 70 y la violencia que dominaba al país.
Saludó el regreso de Perón en 1972 viéndolo como el retorno no de un hombre sino de una continuidad histórica interrumpida, no sin sentirse intranquilo por la tendencia de Perón y su entorno de no tener cuenta a los intelectuales, especialmente a los viejos luchadores como él. Pese a su permanente confianza en el papel de la juventud, sus últimos años fueron de disidencias con los sectores juveniles del peronismo, que habían adoptado la lucha armada. Desanimado por el giro a la derecha del peronismo, dio sus últimas charlas en la Universidad del Sur, intentando aferrarse a una esperanza que él sabía que iba diluyéndose en la realidad, y como cabía a un gran luchador por la cuestión nacional, murió en el día de la Patria, un 25 de mayo de 1974.
Coordenadas conceptuales
Jauretche es un pensador cuyas ideas se siguen discutiendo, cuyos libros se siguen leyendo y, en tal sentido, es un hombre que tiene un mensaje para la Argentina de hoy y que sigue poniendo en alerta acerca de los peligros de que se adormezca el pensamiento nacional.
Su aproximación a los problemas está signada por un pragmatismo marcado pues, como siempre señalaba, lo que buscaba era “mejorar la suerte de mis paisanos”, como afectuosamente llamaba a los que se ganaban el sustento con el duro trabajo físico. Desde que su posición ideológica fue definiéndose con el alejamiento del conservadorismo y el ingreso al radicalismo, identificó a la política nacional como aquélla que buscaba el bien del país, que no era otro que el bien de la mayoría, de los sectores populares.
Cuando realizaba su propuesta de utilizar debidamente el intelecto, se refería a no quedarse en un puro filosofar, sino en hacer la actividad intelectual para encontrar soluciones a los problemas nacionales. No fue un filósofo en el sentido del hombre que busca la verdad por sí misma, pues siempre la vio como un instrumento para lograr la grandeza del país y la felicidad del pueblo.
La cosmovisión de Jauretche sobresale por su vitalismo esencial, entendido como la convicción inconmovible de que el pueblo tiene un impulso innato que lo conduce a buscar la justicia y la libertad. Decía que “la nación es una vida, es decir, una continuidad” (Jauretche: 1959: 9), y sus miembros saben cuáles son las soluciones que llevan a esa continuidad histórica que es la nación a sobrevivir y desarrollarse.
Carlos Córica ha dicho que “olfateaba la verdad”, que usaba, más que la razón, la intuición, valiéndose de una sabiduría que resultaba de experiencias de su infancia (Córica:1979: 399). De niño escuchaba los relatos en los fogones y aprendió a valorar la sabiduría popular, la capacidad de la gente sencilla de saber dónde se encuentra su bien y la del intelectual que encuentra esa verdad a través de un compromiso militante con la causa del pueblo.
Jauretche quedó por siempre aprehendido por el encanto de la tertulia, en su papel de hombre que escucha, interpreta y polemiza teniendo en sus manos las armas del conocimiento histórico y el realismo, y nunca abandonó su convicción de que el proceso del conocimiento pasaba por experimentar, añadir la intuición y finalmente conceptualizar. No menos relevante es su realismo, su apego sin claudicaciones a la realidad y su voluntario distanciamiento de las especulaciones puramente teóricas. Nunca negó el carácter universal del pensamiento, sino que señaló que “lo nacional es lo universal visto por nosotros”, con la debida conciencia de que no hay nada universal que no haya nacido de una reflexión inspirada en lo particular.
Su casi obsesiva preocupación por no alejarse de la realidad le dictó juicios severos sobre la ciencia divorciada del aquí y del ahora. Su posición crítica respecto de la “intelligentzia” argentina le valió no sólo la exclusión de los medios académicos sino el haber sido considerado como antiintelectual, y también que su obra haya sido juzgada como carente de rigor académico.
No faltan estudios que acentúan los rasgos antiintelectuales de Juaretche, como los de Silvia Sigal, que lo denomina “nacionalista antiiluminista” (Sigal: 1991: 13), cuando él nunca minimizó la importancia de las ideas, sino que les exigía una adecuación a la realidad del país. Lo que Jauretche fustigó sin descanso fue el carácter abstracto de las ideologías y, en tal sentido, su crítica se dirigió por igual a la izquierda que a la derecha, pues “se era liberal, se era marxista o se era nacionalista partiendo del supuesto que el país debía adoptar el liberalismo, el socialismo o el nacionalismo y adaptarse a él” (Jauretche: 1962: 65). Por ello se negaba a ser definido como un intelectual, exigiendo de sus pares argentinos una actitud creativa que les llevara a encontrar formulaciones ideológicas capaces de dar respuesta a los problemas nacionales o, como le gustaba decir, “desde el país y para el país”. Estaba convencido de que, para llegar a esa actitud, el intelectual debía estar animado de un sentimiento de amor a lo propio y de solidaridad con los elementos populares (Parcero: 1989: 65). Córica ha afirmado que es oportuno considerarlo no sólo un realista, sino un realista integral (Córica: 1979: 400), pues mostró una voluntad de conocer el pasado como realmente había sido, dejando de lado interpretaciones que ocultaban los hechos tal como se habían dado. Su realismo también se ponía en marcha a la hora de pensar el futuro, como un punto de partida que estaba a salvo de todo pesimismo pues, según nuestro pensador, “el realismo consiste en la correcta interpretación de la realidad y la realidad es un complejo que se compone de ideales y de cosas prácticas”(Jauretche: 1962: 15), con lo cual dejaba bien en claro que era en función de esos ideales que se diseñaba un curso de acción. Desde una perspectiva metodológica y epistemológica, Jauretche dirigió sus dardos críticos a lo que denominó “la nueva escolástica de los antiescolásticos” (Jauretche: 1957: 44), que en lugar de ver primero el hecho, conforme a un método inductivo que le parecía el auténticamente científico, parte de la ley y va de ella al hecho, ley que está formulada en otros contexto y otras épocas.
De allí la importancia atribuida al comprobar con sus propios ojos los hechos y al rectificar los datos científicos valiéndose de la experiencia, lo cual exige haberse “graduado de la universidad de la vida”. El método inductivo y su empirismo filosófico se ven completados por una dosis de relativismo, expresado en su tenaz voluntad de distinguir entre la realidad propia y la ajena.
Esa particular posición ha generado, en algunos casos, un subestimar el rigor metodológico de su obra y ha llevado, en otros, a sobreestimarla, adjudicándole una originalidad que el propio Jauretche no pretendía tener (Cangiano: 2001: 52). Exhibe una postura de equilibrio en cuanto a las relaciones del método inductivo y el deductivo, pues si bien advierte que “el único camino que tenemos para construir algún día lo que todavía es el germen de la doctrina nacional, es entender los casos particulares, generalizarlos y llegar a determinar las leyes que los rigen” (Jauretche: 1972: 29),está también prevenido contra la “falacia del dato” y la manipulación de datos correctos.
Con lo que sin duda está en contra es el apriorismo deductivista, al que le atribuía un contenido antinacional. Nada más lejos de esta metodología que un empirismo simplista, basado sólo en el sentido común. Galasso ha ponderado el aporte de Jauretche en el plano metodológico calificándolo de una “revolución copernicana”, pues introdujo un nuevo enfoque que “logró colocar el sol de nuestra realidad en medio del espacio celeste de las ideologías” lo cual sería un planteo revolucionario en el orden de las ideas (Galasso: 1985: 147).
Merece destacarse en la teoría del conocimiento de Jauretche que la realidad, que está en la base del sistema conceptual, no se limita al hecho aislado del dato, en un sentido positivista, sino que es algo dinámico y complejo, hecho del ayer y proyectado hacia el devenir futuro y que, para ser aprehendida, exige condiciones objetivas que no son otras que el protagonismo del pueblo (Jauretche: 1959: 52). Otro rasgo que informa su pensamiento es una concepción organicista, entendiendo por tal su concepción de que los componentes culturales, sociales, económicos y políticos forman una red intrincada en la cual se alimentan y apoyan mutuamente.
Aunque Jauretche no teorizó acerca de la existencia de un cuerpo social, la concepción organicista aflora en afirmaciones tales como la articulación entre el hombre y su lugar de pertenencia, y también en su idea de la unión de fuerzas nacionales para mantener la vida misma del país. Esa idea de pertenencia se expresaba con energía en su convencimiento de que, para pensar correctamente, hay que tener un sentido de pertenencia al lugar y al país, en un claro desmentido de la pretendida objetividad del intelectual.
Es el sentirse hombre de una patria lo que permite ver y comprender aspectos que están vedados a los de afuera, ya se trate de un extranjerismo real o mental, como el que Jauretche atribuía a las élites intelectuales argentinas. La visión organista se completa con una percepción estructuralista, que lo lleva a entender a la sociedad como un conjunto de estructuras, dominadas por una superestructura cultural, en forma de valores reconocidos y transmitidos, que se articulan merced a unos subsistemas que ejecutan y trasmiten esos valores. De la importancia que atribuía a esa subjetividad es prueba su afirmación de que “no existen chances de instalar un proyecto político si no se crea, simultáneamente, un estado de opinión” (Jauretche: 1962: 64). De esta concepción nace una idea central que bien puede considerarse también una de las grandes enseñanzas que dejó el pensador: el impacto que tienen los valores dominantes para determinar el destino del país, ya sea apoyando su desarrollo o frustrándolo, como en el caso argentino.
Hacia una definición ideológica
Una de las tareas más arduas, respecto de Jauretche, es ubicarlo en una disciplina determinada y buscar un embanderamiento político que le sea aplicable.
El mismo confesó que no era un político en el sentido aceptado del término y que había “utilizado la política como trampolín para esa empresa”, la de crear un estado de conciencia entre los argentinos (Galasso: 2000: 275), lo cual autoriza a considerar su labor como metapolítica.
Galasso ha concretado bien ese aspecto al afirmar que nuestro pensador es “una figura nacional que está por sobre los partidos y que, por lo menos en los que respecta a mi generación, nos enseñó a pensar” (Galasso: 2001: 3). Entre las críticas preferidas de los enemigos de Jauretche está la supuesta inestabilidad de sus adhesiones políticas, que fueron desde el conservadorismo, pasando por el irigoyenismo, hasta el peronismo.
Lo cierto es que no se ató a ninguna ortodoxia y estuvo siempre dispuesto a aceptar que lo nacional es un proceso popular que encuentra diversos canales de expresión según el momento histórico. En el devenir histórico argentino, bajo Irigoyen el radicalismo fue un movimiento de expresión de las mayorías y sus intereses, pero dejó de serlo a la muerte del dirigente y el peronismo recogió sus banderas. Las interpretaciones relativas a la definición ideológica de Jauretche configuran un amplio abanico que va desde considerarlo un marxista visceral hasta verlo como un nacionalista reaccionario.
En la elaboración de las distintas etiquetas ideológicas que se le adjudicaron tuvieron su participación algunos intelectuales atacados por la vigorosa pluma de Jauretche, quienes procuraron ridiculizarlo declarándolo figura prominente del nacionalismo burgués. Identificar ideológicamente al pensador impone referirse a sus vinculaciones tanto con la izquierda como con la derecha nacionalista. No pocas veces ha sido visto como un nacionalista, y en esa línea está la interpretación de David Rock, habida cuenta de que para él el nacionalismo conlleva una nota autoritaria, fundamentalista y antidemocrática (Rock: 1993: 139).
Otros autores, menos dados a imponer calificativos al nacionalismo, como Marisa Navarro Gerassi, lo ven como embanderado en un nacionalismo de izquierda, mientras autores del campo nacionalista prefieren excluirlo de sus filas y ubicarlo en el campo peronista o aún el marxista y, en todo caso, le atribuyen errores y falta de comprensión cabal del nacionalismo (Zuleta Alvarez: 1975: 657). Jauretche reconoció su deuda hacia el nacionalismo de derecha en cuanto al revisionismo histórico y las denuncias al imperialismo inglés, así como por haberle enseñado que en Argentina hubo un “ocultamiento sistemático de la verdad” (Jauretche: 1962: 35), y también la exaltación de lo propio. Fue crítico, sin embargo, de las tendencias aristocratizantes de la derecha y su enamoramiento del pasado, así como de su postura liberal en lo económico.
Toda referencia a Jauretche implica ubicarlo en la corriente del nacionalismo popular o revolucionario, nacido contra las corrientes liberales y conllevando una reinterpretación de la historia. Particularmente significativo en Argentina, incluyó un rechazo de las ideas extranjeras y los intelectuales de pretendida orientación universalista, criticando por igual a los postulados liberales, la oligarquía , el socialismo y el comunismo, basándose en el hecho de que ninguno de ellos había comprendido al país.
Ese nacionalismo popular que se encarnó en FORJA y al que Jauretche se mantuvo fiel, proclamaba una posición nacional y popular que pretendía reinstalar al pueblo como el centro del acontecer político, y se empeñaba en entender la historia como el desarrollo de una antítesis pueblo-oligarquía, y a esta última como instrumento del imperialismo inglés.
El sistema era considerado como una seudodemocracia, en la cual el estado era formalmente soberano, pero en realidad no lo era por su dependencia económica de los centros del poder mundial. Había creado una estructura jurídica e institucional al servicio de los intereses imperialistas, la cual fue denominada por Jauretche y el grupo de FORJA como “estatuto legal del coloniaje”.
Esto ubicaba al país en una categoría semicolonial, que debía ser superada para cumplir el sueño de todo nacionalista, el de una Argentina libre (Buchrucker:1987, 263). Más complejo es el tema de sus relaciones con la izquierda, a la que Jauretche definió como una corriente ideológica que está contra el imperialismo y busca la soberanía y la justicia social. Reconoció la deuda intelectual de FORJA hacia la izquierda por haberle aportado el sentido de traer lo económico y lo social a la política, pero criticó a la izquierda tradicional con más dureza que a la derecha, pues debiendo ser aliada natural de los movimientos populares, como se desprendía de sus postulados ideológicos, en realidad le había hecho el juego a la oligarquía, siempre esclava de su europeísmo. Sus críticas al socialismo le llevaban a considerarlo “un producto del carácter extranjero del proletariado urbano en la época de su formación” (Jauretche: 1962: 63) y, en tal sentido, deudor de la oligarquía que había importando hombres e ideas de Europa.
La izquierda socialista y comunista siempre había manejado una ideología hecha a la medida de la realidad europea, y de allí su incapacidad de comprender el pasado y el presente argentinos. Jauretche nunca negó que el marxismo le había suministrado herramientas válidas, como el antiimperialismo, y no cabe duda que sus ideas sobre la importancia de los intereses económicos en la determinación de la superestructura cultural y política es de raigambre marxista. Estaba distanciado, sin embargo, del marxismo por su rechazo de la lucha de clases como concepción táctica, aunque no le negaba existencia como categoría sociológica y herramienta de análisis histórico. Embanderado en la tradición irigoyenista y peronista, siempre estuvo por una conciliación de las clases en el proceso de desarrollo de un capitalismo independiente. Sin negar la existencia de conflictos interclase y la necesidad de resolverlos, priorizaba el proceso de liberación nacional, para el cual era indispensable una unión de todas las clases y fuerzas sociales por sobre la resolución de los conflictos internos, vista como una tarea pendiente hasta que se concretara la liberación nacional. Un juicio más favorable le merecía la llamada “izquierda nacional”, por considerarla una variante del pensamiento nacionalista y no de la izquierda tradicional o, como decía, “fruto de la madurez nacional que lleva a todo lo popular, a todo lo argentino, en coincidir en las líneas fundamentales”, y con optimismo veía a esa corriente ideológica como un “salto histórico de los argentinos para adquirir divergencias propias y abandonar las divergencias prestadas de Europa (Jauretche: 1959: 80).
Sin embargo, quedaban en pie las diferencias en cuanto a la exigencia de la izquierda de que el frente único estuviera encabezado por el proletariado; Jauretche creía que la hegemonía obrera podía ser peligrosa para la unidad nacional. Repudiando los condicionamientos de clase, afirmaba que lo único importante es que el líder del frente fuera elegido por las masas y pudiera conducirlas a la liberación nacional. Su prédica por una “unidad vertical” de las fuerzas nacional-populares le valió ser criticado como un “político burgués enmascarado”, que desde su marginación hacía un llamado a su clase para que asumiera su rol histórico (Díaz: 2001: 88).
Hay aquí dos niveles de pensamiento: uno, metapolítico, donde se constituye la identidad nacional popular y otro, político, en el que pueden darse diversas opciones. El propio Galasso, a quien nadie puede reprocharle falta de simpatía por Jauretche, admite que el planteo de concretar primero la liberación nacional y dejar para después la lucha de clases a nivel nacional es una tácita adhesión a la tesis de la revolución por etapas, y la consiguiente creencia de que en un país semidependiente, como era Argentina, se podía repetir el esquema clásico del marxismo de las etapas del desarrollo. Tal planteo resultaría extraño porque la tesis de un desarrollo capitalista nacional incluye la confianza en la burguesía nativa, cuando Jauretche era quien más desconfiaba de la burguesía argentina (Galasso: 2000: 145).
Nuestro pensador afirmaba que nadie podía anticipar qué clase social conduciría el proceso de emancipación nacional, refutando la lectura hecha por la izquierda nacional y convencido de que la lucha de clases era un pretexto ideológico de la “intelligentzia” de izquierda para no coincidir con los movimientos populares. La izquierda le respondía con poca simpatía o ignorándolo como referencia porque “escribía en otra clave” (Terán: 1991: 45). No pocos desencuentros resultaban del convencimiento de la izquierda nacional de que algunos representantes del campo nacional-popular, como Jauretche, juzgaban demasiado benignamente el fenómeno peronista (Sigal: 1991: 21). Poco antes de morir, el autor señaló el peligro de ciertas actitudes de la izquierda nacional, advirtiendo que si la vieja izquierda “se fugó a Europa, la nueva se puede fugar a China o a Cuba” (cit. por Galasso: 2003: 262).
La formulación de un pensamiento nacional
Jauretche siempre prefirió no ser calificado de nacionalista, sino de hombre que poseía un “pensamiento nacional”.
Para definirlo barrió con las barreras ideológicas, poniendo lo nacional como centro del análisis y teniendo como coordenadas fundamentales la adecuación a la realidad e identificación con los intereses populares.
El pensamiento nacional es aquél en el que se da una decisión intelectual de no perder nunca de vista la realidad en la que se está inmerso, desmitificando la cultura y la sociedad como requisito para entenderlas y mejorarlas.
El primer paso era desaprender, desprenderse de deformaciones mentales impuestas por una superestructura cultural que respondía a los intereses del imperialismo internacional, celosamente guardada por los intelectuales a su servicio, a los que denominó “cipayos”. La formulación del pensamiento nacional se expresa en un proyecto político y en uno pedagógico, y tuvo la forma de un largo diálogo de medio siglo para enseñar a los argentinos a pensar su país desde una perspectiva propia.
Fue un pensamiento convocante, pues Jauretche, desde su primera línea escrita hasta la última, proporciona argumentos y razones que den sentido y sirvan a la lucha concebida como colectiva y libertadora, y también para conseguir nuevos adherentes a esa lucha.
La brújula del pensamiento nacional es la liberación de los países dependientes para mejorar la suerte del pueblo, librándolos del “techo” impuesto por el imperialismo, que canalizaba las riquezas argentinas hacia los grandes centros.
No se trataba de formular una doctrina institucional, social o económica determinada, sino de proponer una “línea política que obliga a pensar y dirigir el destino del país en vinculación directa con los intereses de las masas populares, y una afirmación de la soberanía política en la búsqueda de un desarrollo económico no dependiente”(Jauretche: 1959: 22). La formulación del pensamiento nacional es una variable condicionada, pues sólo es posible cuando los sectores populares tienen participación real en el proceso político, como ocurrió con el yrigoyenismo y el peronismo.
Ese pensamiento no se identifica, por consiguiente, con un movimiento político en particular, y puede ser expresado por diversos movimientos, pues vive buscando un auténtico contacto con el pueblo.
Para esclarecer esa dinámica entre pensamiento nacional y movimiento político de masas señalaba que no identificaba lo nacional con el peronismo sino al contrario, con lo cual quería enfatizar que lo nacional es más amplio.
En tal sentido debe entenderse su afirmación de que hay peronistas que no saben ser nacionales porque anteponen lo partidario, como hay nacionales que no saben serlo por su antiperonismo.
Lo que, en definitiva, caracteriza al pensamiento nacional, es el reconocimiento de que la cuestión principal es la nacional, entendida como un conflicto de intereses entre un país semicolonial que quiere dejar de serlo, y los intereses imperialistas que no están dispuestos a permitirlo. La propuesta táctica es la de un Frente Nacional, como respuesta político organizativa de un país que intenta batallar contra los intereses imperialistas de adentro y de afuera.
La nueva izquierda entendió esa propuesta como expresión de la burguesía antifascista y lo combatió en nombre de la independencia obrera, lo que motivó intensas polémicas con Jauretche. Los lineamientos fundamentales de la postura nacional y antiimperialista de Jauretche fueron formulados en la década del 30 y en el marco de FORJA. Su antiimperialismo venía de sus contactos con la Unión Latinoamericano o el APRA, pero se sentía insatisfecho con las protestas por un antiimperialismo abstracto, que repudiaba las actitudes norteamericanas en el mundo sin referencias al caso particular argentino.
Comprendió que esa actitud era en realidad un instrumento al servicio del imperialismo, pues desviaba la atención del problema nacional argentino, que era la presencia del imperialismo inglés.
Fue su encuentro con Scalabrini Ortiz el que lo ubicó en un antiimperialismo concreto, que denunciaba el dominio británico en sectores claves y le dio la visión de Argentina como una nación sometida. La denuncia del coloniaje económico, apoyado en el cultural, se hizo desde la plataforma brindada por FORJA, con la que Jauretche tuvo un compromiso vital, pues vio en esa organización un mecanismo para incorporar a los hábitos del hombre argentino “la capacidad de ver el mundo desde nosotros, por nosotros y para nosotros (cit. por Scenna: 1983: 68). El coloniaje era visto como protagonizado por una “intelligentzia” que “lleva en su entraña la traición al país”( Jauretche: 1964: 111).
Frente a esos colonialismos que se apoyaban mutuamente, se buscaba unificar lo que nacionalistas y marxistas buscaban separadamente: Patria y Justicia. Esa era la misión de FORJA, movilizar ideas y convertirse en una fuerza conductora para realizarlas, en la confianza de que existía una “Argentina subterránea” dispuesta a luchar contra las falsas orientaciones ideológicas ofrecidas por la izquierda y la derecha.
Desde una perspectiva crítica, la izquierda nacional ha señalado que FORJA confiaba más en la clase media universitaria que en los obreros, y que en la prédica forjista estaba diluido el concepto de pueblo, lo que sería una coartada ideológica para “eludir, por un temor pequeño burgués, la existencia de clases sociales y su lucha”(Hernández Arregui: 1973: 401). FORJA fue, como lo ha señalado Galasso, más un ateneo ideológico que una corriente política (Galasso: 2003: 32) y desde ella y con ella Jauretche reaccionó contra el imperialismo, no al estilo abstracto de la izquierda, sino a manera de un programa concreto de los sectores populares. Desde esa plataforma ideológica denunció la falsificación histórica y dibujó el proceso histórico argentino y latinoamericano como una lucha permanente del pueblo en busca de la soberanía popular, contra oligarquías que operaban como agentes de penetración de los intereses imperialistas.
El legado de la historia. Destruir para construir
La finalidad última de sus escritos fue crear una visión real del país, infundiendo la idea de una íntima relación entre historia y política y advirtiendo que la dependencia subjetiva es la antesala de la dependencia objetiva.
Animado por ese espíritu opuso a la “pedagogía colonialista”, que definía el problema nacional como una lucha entre civilización y barbarie, una “pedagogía nacional”, que lo redefinía en términos de una oposición entre las minorías extranjerizantes y opresoras y las mayorías populares y nacionales.
Aunque no parece haber conocido a Thomas Kuhn y su afirmación de que toda actividad científica se desenvuelve con la guía de un paradigma, pero como si lo hubiera hecho, se dedicó a identificar ese paradigma en las ciencias sociales y la educación argentinas, y lo tituló “pensamiento colonial”.
Denunció la incomprensión de la cultura nacional, lo que llevó a entender la civilización como una desnacionalización, en una suerte de mesianismo al revés. Ese mesianismo impuso colonizar y la ideología vino a señalar el cómo, en un esfuerzo consciente de las élites de “excluir toda solución surgida de la naturaleza de las cosas”( Jauretche: 1972: 25).
La tarea fundamental era, desde el punto de vista pedagógico, cultural y científico, promover un modo nacional de ver las cosas, paso previo a la formulación de una doctrina nacional conforme a la cual se siga una política nacional.
En tal sentido, su objetivo no fue formular una ideología en sentido estricto, sino contribuir a formular un pensamiento propio. Lo que impedía ese modo nacional de ver las cosas era un conjunto de principios introducidos en la formación intelectual de los argentinos desde la niñez, y que obligan a dejar de lado el sentido común y el amor por lo propio. Jauretche los identificó como “zonceras”, que funcionan como verdaderos axiomas en forma articulada hasta resolverse en lo que llamó “colonización pedagógica”, poniendo anteojeras al momento de analizar la realidad.
Ella está presente en todos los aparatos ideológicos que la sociedad posee para reproducir valores, como la escuela, la cátedra, la prensa, los círculos intelectuales y académicos a los que Jauretche y sus compañeros de ideas no tuvieron acceso.
En tal sentido, el problema no es la ineficacia de la educación, como a veces se pretende, sino una educación altamente efectiva para difundir, deliberadamente, esas zonceras que impiden un pensar nacional. Al análisis de esas “zonceras” dedicó muchas de sus más encendidas páginas y alegatos.
Las veía como una pluralidad nacida de una “zoncera madre”, que no era otra que la dicotomía sarmientina de civilización o barbarie, identificando la primera con lo europeo y la segunda con lo propio americano. Sarmiento legó a los argentinos esa fatal dicotomía que condicionó intensa y prolongadamente la vida y el pensamiento del país, enseñando a denigrar lo propio.
De ella surgieron otras, como aquella que reza que la extensión territorial es un mal, que alimentó el plan de la Patria Chica que relegó el interior y no le importó perderlo, pues de lo que se trataba era de formular una política para Buenos Aires y sus alrededores, que ofrecían las condiciones necesarias para la nueva Europa con la que soñaban los liberales.
La libre navegación de los ríos, la idea de que la victoria no da derechos o la afirmación de la superioridad del inmigrante sobre el nativo, eran otras “zonceras” derivadas y dirigidas a destruir el sueño de una Argentina soberana y próspera, confiada en sus posibilidades y su destino. La imposición de esa estructura mental es vista como dictada por los intereses del imperialismo británico, al que conviene un país debilitado y sin fe en su destino.
La lectura remite necesariamente a la historia, pues ésta ha sido tergiversada para que “los argentinos no posean la técnica y la aptitud para concebir y realizar la política nacional” (Jauretche: 1959: 23). El análisis histórico revela un plan consciente de mantener al país en dependencia del pasado, conservando el carácter agrícola-ganadero e impidiendo el ascenso social y político de las masas.
El revisionismo esclarecía el papel decisivo de Inglaterra, que había hecho de Argentina una pieza necesaria de su economía industrial y su expansión comercial, y la complicidad de las élites en el establecimiento de un ordenamiento jurídico-institucional destinado a facilitar la penetración inglesa. La experiencia de Rosas en el siglo XIX y la de Irigoyen en el XX son vistas como dos intentos frustrados de salvar la Patria Grande, promoviendo una política de sentido nacional en lo económico y en las relaciones exteriores.
Lo que se impuso finalmente fue la Patria Chica del liberalismo con sus sueños de progreso y un ejército a su servicio, el que apuntaló una situación ahistórica en un país de ficción en el cual los grupos marginados apelan a la violencia, sólo para convertirse en objeto de la represión militar (Jauretche: 1958: 3).
Jauretche veía la necesidad de reestructurar las Fuerzas Armadas, advirtiendo que sin política nacional no hay ejército nacional, y entendiendo a esa política nacional como opuesta a la política ideológica, que fue sacrificando el territorio nacional en aras de preocupaciones de tono ideológico.
Le preocupaba el concepto de espacio nacional, que consideraba abandonado al momento del nacimiento de la Argentina moderna y la sanción de la Constitución de 1853, y dentro de su preocupación se erigía en forma central la Patagonia, que hablaba de los peligros de un espacio vacío.
La conclusión es que la comprensión entre pueblo y ejército es decisiva para formular una política nacional cuyo sentido último sea hacer una política para el pueblo. El repudio de los falsos axiomas es también el de quienes sirven al sistema y de los aparatos legitimadores de la colonización mental y cultural. La crítica va contra lo que Althusser llamó aparatos ideológicos del estado, los que elaboran el discurso legitimatorio que repiten los intelectuales carentes de autenticidad, la “intelligentzia”, o “cipayos”.
Esa estructura acaba con todo lo nacional y popular por considerarlo bárbaro, pero tienen cabida en ella los productos intelectuales de la izquierda, porque al igual que la derecha, respeta las premisas del dogma civilizatorio.
La crítica de Jauretche va demoliendo mitos, como el de la universidad, vista como una fábrica de expertos frustrada por la falsa identificación entre civilización europea y cultura, y también el de la prensa, presentada como carente de independencia por estar presa de los intereses económicos.
Interesa destacar que cuando en 1970 Althusser publicó en París su obra Ideología y aparatos ideológicos del estado, negando toda pretendida neutralidad política en el campo cultural, consiguió la entusiasta adhesión de la nueva izquierda argentina, que lo proclamó uno de sus modelos. Jauretche había hecho la misma denuncia mucho antes, en 1957, pero la nueva izquierda prefirió ignorarlo, en parte porque “tardó en digerir la obra de Arturo Jauretche” (Cangiano: 2001: 28). La tercera faceta del mal denunciado son los intelectuales que sirven al sistema.
En su Profetas del odio se encuentra un despiadado juicio sobre grandes figuras intelectuales alejadas de una perspectiva nacional y popular, que era la que definía para Jauretche la verdadera estatura de un intelectual. Nombres como los de Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo o Julio Irazusta, entre otros, aparecen como representativos de una intelectualidad que no está al servicio del país, y la revista Sur de Victoria Ocampo, orgullo de la vida intelectual argentina, es señalada como uno de los más notorios mecanismos de fuga de sus responsabilidades protagonizados por la intelectualidad argentina.
En cambio, los intelectuales auténticos son excluidos sistemáticamente de esos aparatos pese a que constituyen la verdadera inteligencia nacional.
Estas críticas cobran sentido en el marco de la denuncia hecha por Jauretche de la subvaloración de la identidad nacional, la negación de las posibilidad de creatividad propia y el desarraigo de los intelectuales, siempre dispuestos a sentir fidelidad hacia Europa y no hacia la tierra que los vio nacer.
El optimismo de Jauretche aflora al momento de creer en las posibilidades de sacudirse de esa estructura, apelando al “buen sentido popular”, único capaz de remediar la desconexión con la realidad y haciéndolo comprender el significado último de esa pedagogía colonialista al revelar no sólo su contenido sino también cómo y para beneficio de quiénes funciona.
Esa posibilidad, sin embargo, sólo puede aparecer cuando las condiciones materiales de base lo permiten, y el pensador creía que el momento histórico había llegado, por las experiencias del irigoyenismo y el peronismo que habían puesto a las masas como protagonistas del quehacer político (Jauretche: 1957: 277). Todo intento de escapar al condicionamiento del pensamiento implica formular un paradigma alternativo a la pedagogía colonialista.
En este contexto pierde sentido cualquier disputa ideológica, puesto que tanto la intelligentzia democrática como la marxista son consideradas como incapaces de obrar fuera de la ideología y, lo que es peor, coinciden en el mismo mesianismo civilizatorio, aunque quieren realizarlo por distintos medios.
La nueva pedagogía propuesta por Jaureche quiere superar el viejo enfrentamiento formulado por Sarmiento y reemplazarlo por un esquema conceptual en el cual los elementos enfrentados son las minorías extranjerizantes que oprimen al país y las mayorías nacionales.
La nueva pedagogía se propone reformular el viejo enfrentamiento a fin de que sirva de instrumento a la emancipación de las masas y a la independencia nacional.
Sus propuestas. El dilema entre socialismo y capitalismo.
Una coordenada fundamental del pensamiento de Jauretche fue su énfasis en la unidad nacional de las diversas clases sociales y su rechazo del clasismo, posición axiomática que rechazaba en nombre de su nacionalismo.
Lo que veía no era el enfrentamiento de clases que la izquierda proclamaba como central, sino el conflicto entre la minoría oligárquica y antinacional y los sectores populares, que rechazaban la dependencia económica y cultural del país.
De allí su insistencia en que “todos los sectores sociales deben estar unidos verticalmente por el destino común de la Nación” (Jauretche: 1962: 65) y su voluntad de no acentuar las oposiciones internas que afectaban al objetivo central, la liberación nacional, ya que esas divisiones juegan a favor de la oligarquía nacional y sus patrones extranjeros.
Las consignas clasistas de la izquierda le parecían incompatibles con la lucha seria por el destino nacional, no sólo porque llevaban al sacrificio en forma exclusiva a los obreros, sino porque retardaban la toma de conciencia de otras clases que también debían participar en el proceso de liberación nacional.
Fue absolutamente coherente en cuando a que la emancipación y la justicia social no serían resultas por la lucha de clases y en ver a esos enfrentamientos como un técnica usada por el imperialismo en otros contextos, como China o la India.
En países semicoloniales, como Argentina, lo necesario era una alianza de la clase media y baja, pues “ni el proletariado, ni la clase media, ni la burguesía por sí solos pueden cumplir los objetivos de la liberación nacional”( Jauretche: 1957: 316).
El medio pelo de la sociedad argentina es una expresión clara de su preocupación por las divisiones dogmáticas de clase, que generaron el enfrentamiento entre “dos Argentinas”, ya que la revolución del 55 debe ser entendida como la imposición del criterio de una clase social a las demás, según Jauretche.
El error de dar a la clase media por enfrentada con la obrera habría sido advertido por el proletariado bajo el peronismo, comprendiendo que su ascenso es simultáneo al de la clase media y dudando de los enunciados clasistas del socialismo y el comunismo (Jauretche: 1966: 223). La que asume un papel decisivo es la clase media, llamada por Jauretche a veces “burguesía nacional”.
Aún Galasso, admirador del pensador, advierte la contradicción en la que éste se debate, pues supone que la etapa del capitalismo nacional la realiza la burguesía nacional, pero nadie como él había denunciado su defección en el caso argentino.
Una posible explicación puede hallarse en que la posición de Jauretche se nutría de las experiencias yrigoyenista y peronista, en las cuales los trabajadores aceptaron la conducción de la clase media y el ejército.
El problema es la carencia de una conciencia de clase y falta de una ideología definida en la clase media, en lo que llamaba la “tilinguería” de esa clase y a lo que atribuía que el proyecto nacional históricamente no hubiera podido cuajar en Argentina.
Ese vacío explica que la burguesía haya desnaturalizado su función histórica y no haya asumido su rol histórico modernizador y haya, en cambio, adoptado las pautas ideológicas y culturales de la clase social que se opone a su desarrollo, la oligarquía. La burguesía tuvo tres grandes fracasos, a la caída de Rosas, en el 52, en el 80 y entre el 45 y el 55, cuando frustró el proyecto de capitalismo nacional que impulsaba el peronismo.
Lo irónico es que la clase media fue la primera que tuvo conciencia de los problemas nacionales, pero no de su deber histórico, aunque Jauretche no deja de atribuir su parte de culpa al peronismo en los resultados. Algunas medidas que tomó y que afectaron los valores estéticos y éticos de la burguesía, así como su individualismo, le impidieron a esa clase visualizar su rol nacional bajo el peronismo.
Así, a partir del uso de las categorías de grupo de pertenencia y de referencia, Jauretche hace una interpretación del fracaso de la burguesía argentina, grupo psicológicamente disociado que instrumenta una imagen denigratoria del país.
Falta una élite rectora, y de allí surge la misión autoatribuida de convocar y en su caso liderar un movimiento político-ideológico capaz de cubrir el vacío y de construir un consenso nacional que permitiera formular una política nacional.
Esta no debía ser obra de un gobierno, sino resultado de un estado de opinión o “voluntad nacional”, entendida como algo distinto de una mera suma de voluntades tal como se expresa en las opciones electorales bajo el nombre de mayoría. Jauretche consideraba absolutamente prioritaria la liberación nacional, para lo cual era indispensable lo que llamaba “unidad vertical” de todas las clases sociales, entendiendo que la discusión de si el proceso económico se encaminaría por la vida capitalista o no, vendría después.
La idea de nuestro pensador de que el sistema económico es vital pues a sus intereses se ajustan la superestructura cultural, política e institucional, es sin duda de raigambre marxista y, por tanto, induce a suponer una simpatía hacia esa corriente y hacia el socialismo.
Lo alejaba de ellos, como se lo ha señalado ya, su rechazo de la lucha de clases, y descartaba para Argentina la posibilidad de una revolución socialista, por no tener un pueblo levantado en armas, lo cual le parecía requisito indispensable.
Un desarrollo normal de las premisas de su pensamiento podría haberlo llevado a pensar en soluciones fuera de la órbita del capitalismo, pero se debatió en fuertes tensiones ideológicas, con declaraciones de rasgos socialistas coexistiendo con afirmaciones de que el desarrollo nacional autónomo sólo podría darse dentro del capitalismo nacional.
Lo que parecía fuera de toda discusión era que la burguesía nacional pudiera protagonizar el proceso de acumulación de capital, y ni siquiera actuar como colaboradora, por lo cual el estado debía convertirse en empresario para el desarrollo de todas las actividades económicas de base.
Su prédica en favor del capitalismo nacional resulta sin duda de su observación del desarrollo de esa fórmula en la experiencia peronista, y en tal sentido puede interpretarse su afirmación de que “aún siendo marxistas, tenemos que admitir que debemos cumplir la etapa de las realizaciones nacionales” (cit. por Galasso: 2003: 99).
Puede pensarse que su realismo le sugería que en ese país y en ese momento no había otra alternativa que el capitalismo, aunque es plausible también la interpretación más crítica de que las actitudes populares y antiimperialistas de Jauretche son de raigambre irigoyenista , que es tanto como afirmar las raíces de clase media y la renuncia a los planteos clasistas propios del socialismo.
En su actividad intelectual y su militancia durante el exilio de Perón se relevó con mayor claridad la tensión entre sus simpatías socialistas y las propuestas de un capitalismo nacional. El complicado juego político que el viejo líder seguía desde su exilio madrileño convencieron a Jauretche de que falta una estrategia efectiva para recuperar el poder, y ese convencimiento lo fue acercando más a la izquierda nacional.
No debe olvidarse que desde la caída de Perón su movimiento había sido penetrado por corrientes socialistas y marxistas para las cuales la Cuba socialista era una referencia política concreta, y Jauretche no podía estar fuera de la corriente de los tiempos. Al momento del regreso de Perón la izquierda no dudaba de que “la patria socialista está a la vuelta de la esquina” (Schvarzman: 2001: 507), y que Perón era un auténtico líder socialista.
En parte, Jauretche habló de un socialismo nacional llevado por su confianza en el papel de la juventud, que se pronunciaba mayoritariamente por una salida socialista inspirada en el ejemplo cubano.
Datan de esa época sus expresiones de solidaridad con la revolución cubana y aunque no apoyaba la dependencia respecto de la URSS, creía necesario estar con Cuba. Incidieron poderosamente en su propuesta de un “socialismo nacional”, contradictoria con su defensa de un “capitalismo nacional”, tanto su desilusión con la estrategia de Perón como su convencimiento de que la nueva izquierda se había ubicado correctamente hacia una posición nacional.
Le parecía posible luchar por ese socialismo nacional sin abandonar la idea de formar un frente nacional antiimperialista, y esperaba en esto lograr el apoyo de los peronistas más combativos, cosa que no ocurrió. También puede pensarse que esa propuesta del socialismo nacional venía de la conciencia de que su época ya había pasado y que los agentes sociales del cambio, la juventud y los obreros, habían hecho su opción por una “patria socialista”.
Le entusiasmaba el aporte juvenil a la renovación del peronismo, pero desconfiaba de la actitud de los grupos guerrilleros, como Montoneros, que priorizaban la acción directa por sobre la actividad política. A esos grupos les advertía sobre el peligro de un alejamiento de la realidad nacional, pues los veía más interesados en los problemas de la Cuba revolucionaria que en los del propio país y por tanto, proclives a repetir los viejos errores de la izquierda.
Le preocupaba también su soberbia y esquematismo ideológico, que provocarían un alejamiento de las masas, pues “hay que partir de la base que el pensamiento debe ser compartido por la multitud, porque de lo contrario significa soberbia” (cit. por Galasso: 2003: 263).
El pensador en perspectiva
La de Jauretche fue una larga batalla ideológica y política para dar por tierra con los mitos negativos que habían impedido un desarrollo nacional autónomo, batalla librada desde la marginalidad y con un espíritu de renuncia que le permitió aceptar posiciones secundarias sacrificando su ambición personal, sin otro norte que ser fiel a sus ideas y poner por encima de todo el interés del país.
No hubo en su vida y su labor una sola contradicción a la hora de identificar el interés nacional con el popular, o de afirmar su fe en la capacidad de las masas de saber dónde está su bien.
En su vida intelectual y su accionar político fue fiel al diagnóstico que hizo del problema nacional en términos de la existencia de un doble sistema, político y cultural, que estaba contra el país y le impedía realizar su destino.
La deducción obligada era que el intelectual “nacional”, como gustaba considerarse, no sólo debe pronunciarse contra ellos sino actuar, ubicándose en la tradición de la izquierda latinoamericana del intelectual militante.
Su obra fue exitosa en la formación de un pensamiento compacto, para cuya expresión acuñó vocablos que se instalaron en la terminología política, como “cipayo” o “vendepatria”. Entendió como su misión esencial no la de formular una ideología, sino crear un estado de conciencia que preparara el acuerdo de los argentinos, más allá de las banderas políticas, en la voluntad de crear un país real y una política que le diera respuesta.
La formación de un estado de conciencia tiene un carácter antiideológico en el sentido que propone conectar las ideas a la realidad, al servicio de lo que Jauretche confesó ser el objetivo de su vida: modernizar las estructuras económicas y sociales de Argentina.
Se ha señalado como una de sus carencias que no haya en su pensamiento propuestas institucionales concretas, pero no es de extrañarse que no las haya , puesto que siempre pensó que el pensamiento nacional y la política nacional en él fundada eran susceptibles de ser expresadas por diversas formas políticas e institucionales.
Más allá de las limitaciones, su prédica mantiene vigencia en cuanto a la centralidad del interés nacional y la identificación del mismo con los intereses de la mayoría, y lo mismo puede decirse de su llamado a tomar conciencia de que las estructuras mentales y culturales pueden afectar negativamente y aún frustrar el destino de un país.
Su reflexión fundamental acerca de que la grandeza de un país está vinculada a la capacidad de enfocar los problemas desde el mirador de esa centralidad parece una afirmación obvia, pero sigue siendo un problema a encarar y resolver en la Argentina de hoy.
Después de la muerte de Jauretche el país vivió situaciones que marcaron definitivamente la vida de los ciudadanos, su mentalidad y las relaciones entre la sociedad y el estado.
Las etapas políticas que se sucedieron y la opción por el neoliberalismo han creado una problemática social, política y cultural que sugiere la necesidad de releer a Jauretche. La Argentina de la ilusión menemista de haber entrado al “Primer Mundo”, se debatia en la dura realidad de la polarización social que hace de la democracia apenas una estructura formal.
Parece escucharse la voz de Jauretche advirtiendo que la democracia verdadera debe ser real, en el sentido de participación de las masas en el bienestar material y la toma de decisiones relativas al destino del país.
Parte del mensaje ha perdido actualidad, como las denuncias del imperialismo inglés, pero continúa vigente en sus líneas generales para un país que busca todavía el camino hacia un desarrollo no dependiente y una fórmula que posibilite el crecimiento con justicia social.
Bibliografía del autor
1. Jauretche, Arturo. El plan Prebisch. Retorno al coloniaje. Buenos Aires: Peña y Lillo, 1974 (1955).
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5. FORJA y la Década Infame. Buenos Aires: Peña y Lillo, 1983 (1962).
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