El 1º de diciembre de 1828 el general unitario Juan Galo de Lavalle encabezó una revolución contra el gobierno del coronel Manuel Dorrego, quien en 1827 había sido elegido gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires. Ese mismo día Lavalle fue nombrado gobernador interino mientras Dorrego se retiraba a la campaña con el objeto de reunir fuerzas para resistir el alzamiento. Pocos días más tarde Dorrego fue capturado y el 13 de diciembre, sin proceso ni juicio previo, fue fusilado por orden de Lavalle. Transcribimos a continuación, un fragmento del libro Historia de la Confederación Argentina, de Adolfo Saldías, donde relata los episodios que van desde el momento del levantamiento hasta el fusilamiento.
(Fuente: Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina, tomo II, La Guerra y la Política Constitucional, Buenos Aires, Orientación Cultural Editores, 1958, págs. 69-85).
El doctor Agüero…y sus copartidarios conspiraban contra Dorrego desde que éste subió al gobierno. Dorrego, por sobre haber contribuido en primera línea a derrocar la presidencia, inspirábale ese rencor incurable, ese despecho cada día más amargo que suelen recoger ciertos políticos cuando, en oposición larga y brillante, satisfacen ciertas manifestaciones de su espíritu, haciendo sentir su capacidad para desbaratar los planes de quienes se creen unitarios, reuníanse secretamente con el designio de restaurarse en el gobierno y de concluir con Dorrego, que era un obstáculo para ellos en Buenos Aires. Esto era lo positivo, aunque no encuadrase con las pomposas declaraciones que desde el gobierno del general Martín Rodríguez hicieron los hombres de ese partido respecto de la necesidad de cimentar los gobiernos legalmente constituidos. La autoridad que investía Dorrego derivaba del derecho y de la ley. Nadie lo había puesto en tela de juicio, que hasta el mismo Congreso unitario, empeñado en ejercitar funciones legislativas, había consagrado esa legalidad examinando las actas electorales de los representantes del pueblo y campañas de Buenos Aires, que eligieron a Dorrego gobernador de la Provincia con arreglo a las leyes vigentes de 1821 y de 1823.
Desde fines del año anterior, ya se dejaban sentir estos trabajos, aun en el mismo ejército de operaciones contra el Imperio del Brasil. “Siguen los rumores, -escribíale al general Lavalleja el general Balcarce, ministro de Dorrego,- de que el general Paz se retira del ejército, como que a este respecto, según noticias contestes, trabajan mucho los unitarios; lo mismo que acerca de la separación de todos los que pueden ser de algún provecho a la presente administración. Es necesario que usted se conserve muy vigilante, porque estos hombres todo lo penetran…” 1
La prensa de los unitarios, salida de quicio, se encargó de justificar que los rumores se convertirían en hechos, a tal punto que, como el gobierno, a las provocaciones de que era objeto respondiera que no descendería al terreno personalísimo a que se le llamaba, El Granizo anticipaba pura y simplemente que el señor Dorrego descendería mal que le pesara. El próximo regreso de las divisiones del ejército republicano, para cuyo desembarco y recepción el gobierno hacía grandes preparativos, fue saludado por la prensa de los unitarios casi como un triunfo de la revolución, como si en efecto los soldados de la Nación no tuvieran más que entrar en Buenos Aires para que cayese al suelo el gobierno de Dorrego. Se hablaba de la revolución públicamente, y hasta se anticipaba cómo se llevaría cabo. Así, en 21 de noviembre (1828) le escribía al general Rivera su agente y amigo don Julián Espinosa, siempre bien impuesto de las novedades políticas: “La llegada de estas tropas hace recelar a algunos de que van a servir para hacer una revolución contra el gobierno, de cuya revolución hace ocho días que se habla públicamente: por los datos que yo tengo, no encuentro dificultad en que se verifique, mucho más si se hace militarmente. Me han asegurado que piensan poner al general don Juan Lavalle de gobernador, y que van a desconocer la Junta de la Provincia: si esto sucede vendremos a quedar gobernados por la espada…”. 2
Para conjugar la borrasca, el gobierno de Dorrego había echado mano de medidas represivas cuyo alcance dependía de su poder para hacerlas cumplir. A la ley de 8 de mayo que restringía la libertad de imprenta, se sucedió la política de exclusivismo que estrechaba cada vez más las filas del partido gubernista: las venganzas particulares ejercidas en la persona de periodistas de la oposición, y las destituciones de empleados y de jefes de nota como el coronel Rauch, quien desde tiempo atrás presentaba importantes servicios en la frontera. Se sabe cuál es el resultado de estas medidas coercitivas: retemplar el espíritu de los excluidos y dar nuevas armas a la oposición. Esta se sintió más fuerte, y se preparó a levantar a sus hombres principales, haciendo triunfar sus listas en las elecciones de diputados que iban a verificarse.
El gobierno cometió la imprudencia de colocar gruesos piquetes de solados en el atrio de los templos, el día en que debían tener lugar las elecciones. Cuando los unitarios concurrieron a votar, sus contrarios rompieron en manifestaciones hostiles. El general Juan Lavalle, que acababa de llegar de la campaña contra el Brasil, al frente de la 1º división del ejército, se aproximó a un atrio. Un oficial le cerró el paso. Lavalle, que había contenido al mismo Bolívar en sus raptos de orgullo, contuvo al oficial diciéndole: “Es indecoroso que un militar que debe honrar su espada esgrimiéndola contra los enemigos de la patria, la desnude contra el pueblo indefenso que viene a ejercer el primero de sus derechos: dé usted paso al general Lavalle”. Y pasó a hizo votar a sus amigos 3. En alguna otra parroquia, jefes de alta graduación obtuvieron igual acatamiento de parte de la fuerza de línea apostada; pero, en general, la oposición, que se hallaba en visible minoría, no pudo o no quiso votar; y esto dio pábulo a las escenas que comenzaron el día 1º de diciembre abriendo la era de la tremenda guerra civil argentina.
El coronel Dorrego conocía los méritos del general Lavalle. No ignoraba que éste traía resentimientos profundos y que calificaba duramente la conducta del gobierno, en la negociación de la paz con el Brasil. Pero no imaginó que Lavalle empezaba a ser jefe de partido, a pesar de que se lo indicaban claramente las manifestaciones de que aquél había sido objeto de parte de los personajes de la oposición, y la espontaneidad con que éstos habían aceptado su dirección en las elecciones últimas. Así fue que cuando uno de sus amigos le repitió que Lavalle era el jefe de la evolución, Dorrego le respondió con franca sonrisa, “No lo creo: Lavalle es un veterano que no sabe hacer revoluciones con la tropa de línea”. Y como el mismo personaje agregara que hombres como Agüero, Carril, Cruz, Gallardo, Varela, Alsina y toda la oposición estaba de acuerdo a ese respecto, Dorrego mandó llamar con urgencia a Lavalle, y le dijo a su interlocutor: “Ya verá usted: Lavalle es un bravo a quien han podido marear sugestiones dañinas, pero que dentro de dos horas será mi mejor amigo”.
El desgraciado coronel Dorrego padeció esta vez del mal de la alucinación. El dado estaba tirado. Una de las medidas más tremendas de que echan mano los partidos políticos iba a cumplirse, y el más fuerte iba a decidir. Todo lo que había oído el gobernador era exacto. Lavalle, aclamado en reuniones secretas como jefe de la oposición aclamado e reuniones secretas como jefe de la oposición y tomando sobre sí la responsabilidad de los sucesos, estaba resuelto a deponer al coronel Dorrego y a quebrar para siempre su influencia. Cuando se le comunicó la orden de éste, respondióle airado al edecán que se la transmitía: “Dígale usted al gobernador Dorrego que mal puede ejercer mando sobre un jefe de la Nación como es el general Lavalle, quien como él ha derrocado las autoridades nacionales para colocarse en un puesto del que lo hará descender, porque tal es la voluntad del pueblo, al cual tiene oprimido”.
Era el general don Juan Lavalle el tipo del soldado caballero, que se había creado fama singular con su sable corvo de granaderos a caballo, batallando por la independencia de América desde las riberas del Paraná hasta las montañas de Ecuador. Culto, apuesto y atrayente, distinguíase por el orgullo que tenía de su valer, y por la altivez genial con que se levantaba para inclinar a los hombres o traer las cosas dentro de la órbita de sus miras limitadas, pero iluminadas por cierta perspicacia, en la que confiaba con el fervor de la sangre andaluza que inflamaba sus venas. El entusiasmo fácil se apoderaba de su espíritu impresionable, y se diría que actuaba como un explosivo. Sus resoluciones saltaban como ímpetus, y los obstáculos suscitábanle arranques violentos, como esas bocanadas del Pampero que a todo se sobreponen. Cuando Bolívar estaba en el apogeo de su gloria, Lavalle, mayor entonces, osó replicarle con entereza. “Estoy habituado a fusilar generales insubordinados”, díjole colérico el libertador. “Esos generales, exclamó Lavalle, no tenía espada como ésta.” El mariscal Arenales, instruido por falsos informes, le increpó delante de oficiales el haber abandonado su puesto frente al enemigo; siendo así que había avanzado y acuchillado a los realistas en Pasco. El cargo era una especie de muerte de vergüenza para Lavalle. Muerte por muerte, él la desafió de veras tomando a su general por el brazo y dándole un mentís estupendo. Arenales lo llamó a poco, y en presencia de los mismos oficiales lo felicitó por el triunfo de Pasco. Lavalle se inclinó ante el mimado de San Martín, y le presentó sus excusas. “Si usted no hubiese procedido así, le dijo Arenales, lo habría hecho fusilar inmediatamente.” En épocas medioevales, Lavalle habría ostentado brillante empresa en su escudo; que en justas galantes y en lides de romance, habríale disputado e paso al primer barón cristiano, y lanzándose adelante, sable en mano, y el pecho dilatado con los alientos del combate, para satisfacer las grandes exigencias de su idealismo heroico. En la persecución de Chacabuco, trabóse en singular combate con un arrogante granadero español; y en Río Bamba, repelido tres veces por un enemigo muy superior, llevó todavía otra carga hasta quedar vencedor. Tal era el hombre que, como jefe de los unitarios, por la primera vez en su vida debía mandar a sus gloriosos soldados a derramar sangre de los hermanos y a morir a manos de éstos.
El gobierno tocó todos los medios para atraerse las tropas que debían producir el movimiento; pero las cosas habían llegado a tal grado, que la situación sólo podía despejarse a condición de que el gobernador Dorrego la abandonase a sus adversarios, poniéndose fuera del alcance de éstos. Los allegados de Dorrego tentaron como último recurso el neutralizar los principales jefes comprometidos en la revolución; y la tradición ha conservado episodios de esos días, por los cuales se ve que hasta las mujeres tomaron parte en la política revolucionaria.
Se sabía que el coronel Olavarría era el principal apoyo del general Lavalle, así por su bravura legendaria como por el sencillo cariño que le profesaba a éste, a cuyo lado siempre batalló. (…)
Al amanecer del 1º de diciembre de 1828, el general Lavalle y el coronel Olavarría, al frente de la infantería y caballería de la 1ª. División del ejército, penetraron en la plaza de la Victoria, después de guarnecer los puntos más importantes de la ciudad. Todos los directoriales y unitarios acudieron a vitorear al general Lavalle. Este explicó la presencia de las tropas declarando que venía a apoyar la voluntad del pueblo, y después de dejarlas a cargo del coronel Olavarría, se dirigió al Cabildo acompañado de los hombres que figuraron en el gobierno de la presidencia. Sin elementos para contrarrestar la fuerza de línea, el gobernador Dorrego abandonó la fortaleza y se dirigió al campamento del coronel Juan Manuel de Rosas, quien le entregó las milicias de su mando, en número de 1000 hombres, incluyendo los indígenas sometidos. Los ministros Guido y Balcarce comunicaron a Lavalle la ausencia del gobierno, y éste declaró al emisario, el general Enrique Martínez, que, puesto que el gobierno había caducado de hecho, invitaría al pueblo para que deliberase acerca de lo que debía hacerse.
En esa misma tarde se reunieron en la capilla de San Roque buen número de vecinos conocidos de Buenos Aires y de partidarios de la revolución. Ninguna de las muchas revoluciones que se sucedieron en Buenos Aires desde el año 1810, si se exceptúa la de 8 de octubre de 1812, habíase operado por los auspicios del ejército. Este fue, cuando más, fuerza concurrente, y se componía principalmente de las milicias urbanas, divididas por las pasiones del momento. Pero no fue fuerza suficiente, como en la revolución del 1º de diciembre de 1828. De no ser esta circunstancia, la Asamblea en el templo de San Roque, por sus exteroridades teatrales y por las formas del procedimiento, era un remedo de las que tenían lugar durante la anarquía del año XX, cuando cada día había un pueblo dispuesto a darse nuevas autoridades. El doctor Agüero, ex ministro de la presidencia, explicó las razones del movimiento, ajustando los hechos a las exigencias de su retórica, y declarando con énfasis triunfante que era el pueblo quien debía resolver lo que se haría. Después de muchas proposiciones, “el pueblo” aclamó al general Lavalle gobernador provisorio de la Provincia y votó la convocatoria a elecciones de los diputados que debería nombrar el gobernador propietario.
(sigue en la edición de mañana)